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Reino de España


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España (nombre oficial, Reino de España), monarquía parlamentaria de Europa suroccidental que ocupa la mayor parte de la península Ibérica; limita al norte con el mar Cantábrico, Francia y Andorra; al este con el mar Mediterráneo; al sur con el mar Mediterráneo y el océano Atlántico y al oeste con Portugal y el océano Atlántico. La dependencia británica de Gibraltar está situada en el extremo meridional de España. Las Islas Baleares, en el Mediterráneo, y Canarias, en el océano Atlántico, frente a las costas del Sahara Occidental y Marruecos, constituyen las dos comunidades autónomas insulares de España. También son parte integrante del Estado español, aunque estén situadas en territorio africano, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, así como tres grupos de islas cerca de África: el Peñón de Vélez de la Gomera, el Peñón de Alhucemas y Chafarinas. La extensión de España, incluidos los territorios africanos e insulares, es de 505.990 km². Madrid es la capital y la principal ciudad del país.

Gobierno[]

A finales de la década de 1970 el gobierno de España sufrió una transformación, desde el régimen autoritario (1939-1975) de Francisco Franco a una monarquía parla bajo la Constitución de 1978. La cabeza del Estado español es un monarca hereditario, quien también es comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. El poder ejecutivo está en manos del presidente del gobierno, quien es propuesto por el monarca y es elegido para el cargo por el Congreso de Diputados. Él es el encargado de nombrar los miembros del Consejo de Ministros. Así mismo, hay un cuerpo consultivo que es el Consejo de Estado. En 1977 las Cortes unicamerales de España fueron reemplazadas por un Parlamento bicameral formado por un Congreso de los Diputados, con 350 miembros, y un Senado, integrado por 259 miembros, de los cuales 208 son elegidos en circunscripciones provinciales y el resto son designados por las comunidades autónomas. Los diputados son nombrados para periodos de cuatro años, por sufragio universal de todos los ciudadanos que hayan cumplido los 18 años, bajo un sistema de representación proporcional. Los senadores elegidos directamente se votan para periodos de cuatro años sobre una base regional. Cada provincia de la península elige 4 senadores y otros 20 son elegidos por las circunscripciones de Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla.

Gobierno local[]

La Constitución de 1978 permitió dos tipos de comunidades autónomas, cada una con poderes diferentes. Cataluña, País Vasco y Galicia estaban definidas como "nacionalidades históricas" y utilizaron una vía más simple para alcanzar la autonomía. El proceso para otras regiones fue más lento y complicado. Las comunidades autónomas han asumido considerables poderes de autogobierno y aún continúan las negociaciones con el gobierno central para conseguir mayores competencias. Cada una de las 17 comunidades autónomas elige una asamblea legislativa unicameral, que selecciona a un presidente entre sus propios miembros. Siete de las comunidades autónomas están compuestas por una sola provincia, las otras 10 están formadas por dos o más. Cada una de las provincias, 50 en total, tiene un gobernador civil nombrado por el ministro del Interior. Cada uno de sus más de 8.000 municipios está gobernado por un concejo elegido popularmente, que a su vez elige a uno de sus miembros como alcalde. El sistema judicial en España está regido por el Consejo General del Poder Judicial, cuyo presidente es el del Tribunal Supremo. El más alto tribunal del país es el Tribunal Supremo de Justicia, dividido en 7 secciones, cuya sede se encuentra en Madrid. Hay 17 tribunales superiores territoriales, uno en cada comunidad autónoma, 52 tribunales supremos provinciales y varios tribunales menores que se ocupan de los casos penales, laborales y de menores. El otro tribunal importante del país es el Tribunal Constitucional que controla el cumplimiento de la Constitución.

Divisiones administrativas[]

España comprende 50 provincias integradas en 17 comunidades autónomas: Andalucía, Aragón, Principado de Asturias, Islas Baleares, País Vasco, Canarias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Cataluña, Comunidad Valenciana, Extremadura, Galicia, La Rioja, Comunidad de Madrid, Región de Murcia y la Comunidad Foral de Navarra; a estas hay que añadir dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla.

Historia[]

La trayectoria histórica de los territorios españoles que hoy conforman el Estado español ha sido un recorrido íntimamente relacionado con los avatares de las áreas circundantes, aunque con una marcada personalidad propia. En cada etapa de la historia peninsular los vínculos con el exterior y entre esos territorios hispanos han fluctuado en gran medida. Los más viejos testimonios de la presencia del hombre en la península Ibérica son los restos antropológicos del yacimiento Gran Dolina de Atapuerca, en la provincia de Burgos, cuya antigüedad se remonta a casi un millón de años. Con ellos se inaugura la primera edad de la prehistoria, el paleolítico, en cuyas postrimerías se sitúa, por cierto, otra de las más brillantes manifestaciones hispánicas del cuaternario: el arte rupestre de los cazadores, tan bien ejemplificado en la cueva cántabra de Altamira.

En torno al 5000 a.C. y en el marco de la cultura de la cerámica cardial del Mediterráneo occidental, arraigó el neolítico, teniendo lugar la aparición de la agricultura y la ganadería, así como otros avances técnicos, caso de la piedra pulimentada, el tejido o la alfarería. Dos milenios después, casi todo el solar ibérico fue escenario de una espectacular eclosión de dólmenes o sepulturas megalíticas, y hacia el 2500, en el seno de la civilización almeriense de Los Millares, ya incipientemente metalúrgica, se va a atestiguar el surgimiento de los primeros poblados estables, inclusive fortificados. Este sustrato indígena peninsular, que alcanza su madurez en el bronce pleno —cuando, por ejemplo, en el sureste se desenvuelve la cultura de El Argar—, adquirió en torno al año 1000 a.C. un carácter más cosmopolita como consecuencia, entre otros factores, de la pujanza del comercio atlántico, de la inyección demográfica de grupos invasores de origen centroeuropeo (como los pueblos de los Campos de Urnas, que llegaron atravesando los Pirineos) y, sobre todo, de la colonización del sur y del este peninsular por parte de comerciantes de origen semita, los fenicios, que aportaron a Occidente el conocimiento del hierro y de la escritura, así como la civilización urbana. Las poblaciones indígenas andaluzas y levantinas, ganadas por esta última influencia y en menor medida por el impacto colonial griego, se vieron inmersas desde el siglo VII a.C. en un proceso de orientalización que acabó forjando la cultura ibérica con la que contactaron cartagineses y romanos en las Guerras Púnicas. En el interior y en el norte de la península, por el contrario, se desenvolvieron pueblos prerromanos muy diferentes, celtíberos y celtas según las fuentes, en los que el influjo de la cultura de La Tène y la tradición continental de los Campos de Urnas jugaron un papel de mayor relevancia.

Época moderna[]

Puede considerarse que la historia moderna de España comenzó con el reinado de los Reyes Católicos (1474-1516), en cuyo periodo se avanzó de forma decisiva hacia la integración, bajo un único soberano, de los diversos reinos y territorios en que se había dividido la vieja Hispania romana. El matrimonio de Isabel y Fernando supuso la vinculación de las Coronas de Castilla y de Aragón, cada una de las cuales estaba integrada por un grupo de reinos. La Corona de Aragón comprendía los de Aragón, Valencia y Mallorca, además del principado de Cataluña y de los reinos de Sicilia y Cerdeña, en el sur de Italia. La Corona de Castilla abarcaba la mayor parte de la península Ibérica, a excepción de los territorios aragoneses, Navarra, Portugal y el reino de Granada; sus diversos reinos (fruto de la progresiva incorporación de territorios durante la Reconquista al núcleo inicial del reino astur) se diferenciaban de los de la Corona de Aragón en que no mantenían leyes, instituciones, monedas u otros elementos privativos, sino que se integraban en un conjunto único. Eran reinos exclusivamente sobre el papel; sólo las provincias vascas tenían una vinculación particular con la Corona, en virtud de la cual mantenían una serie de leyes propias y privilegios.

Con los Reyes Católicos no se produjo una unión de las Coronas de Castilla y Aragón. De acuerdo con el modelo ya existente en esta última, cada una de ellas mantuvo sus leyes, instituciones y monedas, y continuaron las aduanas en las zonas limítrofes. Sin embargo, ambos reyes intervinieron, en distinta medida, en la gobernación castellana o aragonesa, y —lo que es más importante— en el futuro ambas coronas tendrán un mismo rey. Pero el proceso hacia la integración del territorio peninsular bajo un único soberano va a ser mucho más amplio. Los Reyes Católicos conquistaron el reino de Granada (1492), y años después, muerta ya Isabel, Fernando incorporó el reino de Navarra (1512). Cuatro de los cinco reinos existentes en España a finales de la edad media pasaron a depender de un mismo soberano. Sólo faltaba Portugal, al que los reyes trataron de incorporar, sin éxito, por medio de matrimonios concertados. Fuera de la península Ibérica, las tropas castellanas conquistaron el reino de Nápoles (1504), así como una serie de plazas en el norte de África. Al propio tiempo, se incorporaron de forma efectiva las islas Canarias, y se inició, con el descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón, el dominio de lo que será la América española. No se trataba sólo, por tanto, de la integración bajo un mismo rey de los territorios políticos de la Hispania romana; estaba surgiendo una gran potencia política mediterránea y atlántica, que en virtud de las vicisitudes sucesorias —y de la política matrimonial de los Reyes Católicos— pronto será también una potencia europea, cuando a la muerte de Fernando, la vasta herencia de Castilla y Aragón recaiga en Carlos I (1516-1556), heredero también, por línea paterna, de los Países Bajos, Luxemburgo y el Franco Condado, así como de los dominios patrimoniales de la Casa de Austria y del título imperial.

Apareció así la llamada Monarquía Hispánica, o de los Austrias, Estado supranacional formado por múltiples reinos y territorios cuyo único elemento de unión era la persona del monarca. La Monarquía Hispánica (siglos XVI y XVII) fue también llamada Monarquía Católica, en la medida en que la defensa de la ortodoxia católica frente a los protestantes se convirtió en una de sus principales razones de ser. Al igual que en la primitiva vinculación castellano-aragonesa, cada uno de sus reinos y territorios políticos integrantes mantendrá sus leyes, instituciones, monedas y tradiciones. Con Carlos I, el espacio territorial de la Monarquía Hispánica continuó creciendo, gracias a la incorporación del ducado de Milán y a la rápida conquista de América. Tras su muerte, Felipe II (1556-1598) no heredó ni los dominios de la Casa de Austria ni el título imperial, pero la expansión se completó con la incorporación de territorios como las guarniciones de Toscana, las islas Filipinas, y sobre todo, el reino de Portugal, con su extenso imperio ultramarino en África, Asia y América. Los años finales del siglo XV y la primera mitad del siglo XVI fueron un periodo decisivo en la expansión europea más allá del océano. La Corona de Castilla, junto con Portugal, fue la principal protagonista de tal proceso. A mediados del siglo XVI, la América española había alcanzado prácticamente sus límites máximos. En poco más de medio siglo, los conquistadores españoles lograron incorporar vastos territorios en el norte, centro y sur del continente americano. Los dos hechos más importantes fueron las rápidas conquistas de los Imperios azteca (Hernán Cortés, 1519-1521) e inca (Francisco Pizarro, 1531-1533). A partir de los restos de ambos, dos grandes virreinatos, el de Nueva España (México) y el del Perú, coronaban la organización administrativa de la América española.

La expansión y el predominio político que se inició con los Reyes Católicos no podría explicarse sólo por la habilidad política, las combinaciones matrimoniales o la fortuna. A comienzos del siglo XVI, la Corona de Castilla era uno de los espacios más vitales de Europa. Su peso en el conjunto de España resultó decisivo, pues no sólo era más extensa que los otros territorios, sino que su población era mayor, en términos absolutos y relativos, y creció más que la de otros espacios peninsulares. A finales del siglo XVI —el momento sobre el que poseemos datos más fiables— la Corona de Castilla, sin el País Vasco, tenía unos 6.600.000 habitantes, de una población total para el conjunto de España de algo más de 8.000.000. La economía castellana era además la más próspera de la península; desde mediados del siglo XV, Castilla se encontraba en una fase expansiva, mientras que la economía de la Corona de Aragón (principalmente la de Cataluña) sufría un periodo de crisis y estancamiento, tras la prosperidad del siglo XIII.

El crecimiento demográfico de Castilla fue especialmente importante en el mundo urbano. Las ciudades más dinámicas eran las del interior, especialmente en los valles del Duero y del Guadalquivir. En aquél, aparte de Valladolid, que destacó por su importante papel político como sede preferente de la corte hasta mediados del siglo, vivieron momentos favorables ciudades como Burgos, sede principal del comercio castellano con el exterior; Segovia, núcleo esencial de la producción textil lanera; Medina del Campo, famosa por sus grandes ferias internacionales, o Salamanca, que albergaba la universidad más prestigiosa. En el sur, junto a grandes núcleos urbanos que vivían esencialmente de la agricultura, el monopolio comercial con América hizo crecer a Sevilla, la principal ciudad española del siglo XVI. En las últimas décadas de dicha centuria, el asentamiento de la corte motivaría el fuerte crecimiento de Madrid. A comienzos de los tiempos modernos, por tanto, las zonas más prósperas de la península se situaban no sólo en la Corona de Castilla, sino especialmente en el interior. El carácter dinástico o personal, que determinaba la pertenencia a la monarquía de cada uno de los reinos y territorios integrantes de la misma, y la fuerte autonomía que conservaban, junto con la existencia de unas instancias superiores de gobierno en la corte, junto al rey, hicieron de la monarquía de los Austrias españoles una curiosa mezcla de autonomía y centralización. El poder del rey no era el mismo en todos los reinos y territorios, como tampoco eran similares el potencial demográfico y económico de los mismos. En estas condiciones, la riqueza y prosperidad castellana —incrementada posteriormente por la plata que provenía de América— junto al fuerte desarrollo del poder regio en la Corona de Castilla, la convirtieron, ya desde tiempos de los Reyes Católicos, en el vivero fundamental de los recursos humanos y materiales y en el centro de gravedad de la monarquía. Ello tuvo claras ventajas para los grupos dirigentes castellanos: la alta nobleza, los miembros destacados del clero o los letrados disfrutaron de los principales cargos de la monarquía, hasta el punto de provocar recelos en otros territorios. Sin embargo, para el pueblo llano, que pagaba los impuestos, la realidad imperial de la monarquía de los Austrias no supuso sino una creciente fiscalidad y el envío de muchos de sus hombres para abastecer los ejércitos. El sometimiento de Castilla a la política imperial de los Austrias fue aún mayor tras el fracaso de la revuelta de las Comunidades (1520-1521) —de carácter urbano y popular— contra la política del emperador Carlos I.

Época contemporánea[]

El discurrir histórico de la España contemporánea dibujó una entrecortada senda debido a que el afianzamiento del nuevo orden liberal, a partir del segundo tercio del siglo XIX, chocó con múltiples resistencias emanadas de distintos flancos (carlismo, poderes fácticos, viejos estamentos privilegiados). Las manifiestas interferencias entre los poderes civil, militar y religioso se traducen a lo largo de dicha centuria en una cadena de desencuentros y tensas relaciones entre la Iglesia y el Estado (proceso desamortizador), unidos a intermitentes pronunciamientos militares de matiz conservador o progresista, artífices de los relevos gubernamentales y los sucesivos vaivenes constitucionales. Fracasada la experiencia democrática del Sexenio Democrático, tan esperanzadora como meteórica (1868-1874), el régimen oligárquico de la Restauración introdujo a España en el umbral del siglo XX sin consolidar el ensayado bipartidismo ni asentar un sistema de partidos garante de la reclamada estabilidad en la vida pública.

La falta de una correcta ubicación institucional, a estas alturas de la contemporaneidad, junto a los llamativos reveses extrapeninsulares cosechados en las últimas décadas (el desastre colonial de 1898, Annual y otros sonados fracasos en la guerra de Marruecos), provocaron una paulatina militarización de la monarquía de Alfonso XIII hasta desembocar en la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). El pretorianismo militar patente en la nueva centuria, arrumbado el régimen democrático republicano mediante una cruenta Guerra Civil (1936-1939), alcanzó sus máximas cotas de protagonismo con el caudillaje del general Franco, persistente por espacio de cuatro décadas hasta la muerte del dictador en noviembre de 1975. A partir de entonces, merced a un atípico proceso de autoinmolación parlamentaria, las viejas Cortes franquistas de inspiración corporativa otorgaron vía libre al proyecto de reforma política, principal ariete de la transición pacífica a la monarquía de Juan Carlos I. Superadas con esfuerzo algunas asignaturas pendientes (desajustes de orden político y socioeconómico), la España de 1996, un país con 39 millones de habitantes al haber cuadruplicado su población durante estos dos siglos, pese a la tardía revolución demográfica, disfruta desde hace veinte años de una probada solvencia democrática.

El franquismo (1939-1975)[]

Durante casi cuatro décadas, las que median entre 1939 y 1975, España vivió bajo las órdenes del general Francisco Franco, vencedor de la Guerra Civil. El triángulo de sustentación del 18 de julio: Ejército, Falange e Iglesia, con su reparto de papeles coactivo, ideológico y legitimador, cimentó un régimen autoritario y paternalista, capaz de adaptar los ingredientes totalitarios al contexto hispano. El caudillaje plenipotenciario de Franco condicionó por completo este diseño personal, al que se fueron añadiendo ciertas dosis de flexibilidad, a medida que la política internacional evolucionaba hacia una mayor tolerancia y posiciones antifascistas. Bajo la coartada de la ‘democracia orgánica’ y en una clara operación de maquillaje, se fue fraguando la lenta institucionalización del régimen, que se dilató desde 1938 (fecha de aprobación del Fuero del Trabajo) hasta enero de 1967 cuando ve la luz la Ley Orgánica del Estado, ratificadora de su envoltura arcaica, confesional y carente de partidos políticos. En el trayecto quedan otras cinco Leyes Fundamentales, de rango similar y carácter dogmático u orgánico, con las que se pretende completar la ‘Constitución fragmentada’ del franquismo, si aceptamos el eufemismo al uso (Ley Constitutiva de las Cortes Españolas de 1942, Fuero de los Españoles y Ley del Referéndum Nacional de 1945, Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947 y Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, de mayo de 1958, delimitadora de una monarquía tradicional, católica y social).

El desarrollo interno del franquismo admite una relajada disección al coincidir prácticamente sus hitos referenciales con los indicadores sociales, políticos y económicos que marcan el tránsito de una década a otra. Mientras los años de la década de 1940 se caracterizaron por la introspección y la autarquía, imprescindibles para alcanzar la pretendida autosuficiencia económica, prorrogada tras finalizar la II Guerra Mundial por desentendimiento con los vencedores, la década bisagra de 1950 presentó connotaciones muy diferentes. Tras el aislamiento exterior y la mal disimulada neutralidad y no beligerancia, en estos años centrales del siglo XX se consuma la inserción internacional y el afianzamiento peninsular del régimen, merced a la firma en 1953 de pactos económicos y militares con Estados Unidos y el Concordato con la Santa Sede, coetáneos en el ámbito interior al Plan de Estabilización y los primeros sondeos planificadores de la sociedad del bienestar.

La década de 1960, tan impactante en todo el mundo, significó para España la consecución de un desarrollo económico sin precedentes, no exento de desequilibrios sectoriales y regionales, así como un giro tecnocrático en la vida política, que mostró síntomas de apertura y adaptación. Las migraciones de uno y otro signo que surcaron la geografía nacional con sus secuelas demográficas y especulativas, las transformaciones socioeconómicas y las consignas del exterior impulsaron, con el beneplácito de la nueva clase dirigente, el adiós al anquilosamiento político. Al igual que había sucedido en 1956, pero con mayor intensidad y carga ideológica, la agitación estudiantil y la conflictividad obrera patentizaban, desde otro ángulo de análisis, la necesidad de cambios profundos. La confluencia en la década de 1970 de factores negativos para el régimen de muy variopinta procedencia (crisis energética, huelgas y oposición antifranquista, terrorismo, problemas saharianos), acabó por descomponer un orden obsesionado con su permanencia. La larga agonía del general Franco, fallecido en noviembre de 1975, simbolizó el agotamiento del sistema, mientras el pueblo se interrogaba sobre la capacidad de supervivencia del franquismo sin su principal hacedor.

La monarquía democrática de Juan Carlos I (1975- )[]

Muerto Franco y ante la sorpresa internacional, España experimentó el tránsito, atípico en la forma y en el fondo, de un régimen autoritario a una monarquía democrática desde la legalidad corporativa franquista. Autodisueltas las viejas Cortes y encauzada por el monarca la nueva situación, comenzó su andadura la transición política, un largo y complejo periodo donde se conjugaron circunstancias favorables ni siquiera barajadas por sus protagonistas. Esta combinación de preparación y suerte, maquinación y casualidad permitió, precisamente desde el respeto a la legalidad, romper la legitimidad anterior y sacar adelante el complicado reajuste político. La vía elegida para tal fin fue la reforma, en lugar de otras más radicales (ruptura, revolución), máxime al constatar la tupida red de intereses ligados al pasado régimen y los esfuerzos necesarios para materializar sin violencias la alentadora promesa de Juan Carlos I de ser “rey de todos los españoles”. En el verano de 1976, la designación de Adolfo Suárez como presidente del gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro, facilitó la puesta en marcha de un proyecto pactado de reforma política que, en un año escaso y con la estimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, desembocará en elecciones generales, una práctica olvidada en este país desde la etapa republicana.

El texto constitucional promulgado en diciembre de 1978, fruto del consenso de la pluralidad de fuerzas políticas, define a España como un Estado de derecho, democrático y social. A este tercer intento democratizador contemporáneo no le faltaron problemas: los sectores reacios al cambio se escandalizaron con ‘provocaciones’ como la legalización del Partido Comunista, la reforma autonómica, la conflictividad social, la laicización y la crisis económica. El intento golpista del 23 de febrero de 1981 así lo demuestra, al igual que la inutilidad jurídica de pretender justificar actos como éste apelando al ‘estado de necesidad’. La victoria socialista obtenida en las elecciones de 1982 por mayoría absoluta, con un programa capaz de atraer a diez millones de votantes, simbolizó la reconciliación nacional y la normalización de la vida pública. El liderazgo ejercido por Felipe González, presidente del gobierno y secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) por espacio de trece años, se correspondió con una declarada vocación europeísta y un empeño modernizador difícil de negar. Sin embargo, la escalada de la corrupción, el incremento del desempleo, los titubeos en la redistribución de recursos y la crisis ideológica que atenazaba al pensamiento occidental en esos últimos años defraudaron muchas esperanzas.

En las elecciones generales de marzo de 1996, el Partido Popular (PP) se hizo con las riendas del gobierno por un estrecho margen de votos, lo que le condujo a pactar con los nacionalistas vascos y catalanes. Esto entraña una seria dificultad para el PP a la hora de llevar a la práctica el programa de gobierno propuesto durante la campaña electoral. La alternancia democrática está garantizada, pero los retos que tenía por delante el gobierno de José María Aznar, en especial el cumplimiento de los acuerdos de Maastricht y la convergencia con Europa, exigen más que buenas intenciones. Para lograrlo, el Partido Popular adoptó unas medidas de austeridad y recorte presupuestario, dentro del marco de una importante reforma económica y laboral, para tratar también así de solventar el problema del desempleo, llegando a un acuerdo con los agentes sociales (empresarios y sindicatos). Al mismo tiempo, el gobierno de Aznar tuvo que hacer frente a la violencia de ETA y de los miembros de Jarrai (las juventudes de la Koordinadora Abertzale Sozialista, en la que también se integra ETA), así como al esclarecimiento de los atentados perpetrados por los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) llevados a cabo contra militantes etarras entre 1983 y 1987.

La conjunción de una serie de factores —tales como la eficacia policial, el aumento del rechazo por parte de la ciudadanía hacia la persistencia de atentados, la constatación entre sus miembros de que la vía seguida en Irlanda del Norte era una opción plausible para poner fin al conflicto— hicieron que la organización terrorista decretara, en septiembre de 1998, un alto el fuego indefinido, ratificado en varios comunicados emitidos en los últimos meses de 1998 y los primeros de 1999. No obstante, el 28 de noviembre de ese último año, ETA puso fin a dicho alto el fuego, demostrando así que su intención no había sido otra que profundizar en lo que los terroristas denominaban “proceso de construcción nacional” vasco. En enero de 2000, la organización reanudó la comisión de atentados. Con una participación del 69,98%; el PP obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones legislativas celebradas el 12 de marzo de 2000, al lograr el 44,54% de los votos emitidos para renovar el Congreso de los Diputados y 183 escaños (y 127 senadores). El PSOE perdió 16 actas de diputados respecto a los comicios anteriores y se quedó con un 34,08% de votos y 125 escaños (y 61 senadores). Convergència i Unió (CiU) se convirtió en la tercera formación política en número de escaños (15 diputados y 8 senadores) e Izquierda Unida (IU) tan sólo obtuvo el 5,46% y 8 actas de diputado (y ningún senador).

El 1 de enero de 2002 marcó la fecha de la entrada en circulación del euro en España. Culminaba así uno de los pilares básicos del proceso de integración económica europea, en torno al cual se había vertebrado, igualmente, la política exterior española de los años anteriores. Por lo que respecta a este aspecto internacional, el segundo periodo presidencial de Aznar estuvo marcado por otros dos referentes fundamentales: el proceso de negociaciones abierto con el Reino Unido acerca de Gibraltar, y el progresivo deterioro de las relaciones diplomáticas con Marruecos como consecuencia de toda una serie de factores de desencuentro que culminaron en la denominada crisis de Perejil (este islote deshabitado, llamado Leïla por los marroquíes y situado a pocos metros de sus costas, fue ocupado el 11 de julio de 2002 por efectivos militares de este país, cuyo gobierno puso así en discusión la soberanía española sobre el territorio; durante ese mismo mes, fueron desalojados por tropas españolas que permanecieron durante unos días en el islote). Decidido a completar su programa en esta segunda etapa, Aznar promovió desde el ejecutivo numerosas iniciativas legislativas (Plan Hidrológico Nacional, Ley Orgánica de Calidad de la Educación, Ley de Sanidad, reforma del Código Penal). Muchas fueron criticadas por el principal partido de la oposición, el PSOE, con cuyo líder, José Luis Rodríguez Zapatero, mantuvo Aznar serias diferencias. Éstas alcanzaron sus máximas cotas con motivo del desastre del Prestige (noviembre de 2002) y por el significado alineamiento de Aznar junto al gobierno estadounidense de George W. Bush durante la crisis de Irak (finales de 2002 e inicios de 2003). Sus posiciones estuvieron mucho más próximas, en cambio, en materia antiterrorista; así, el Pacto de Estado por las Libertades y contra el Terrorismo, firmado por el PSOE, el PP y el gobierno en diciembre de 2000, sirvió de marco para posteriores actuaciones como la Ley de Partidos Políticos.

El 11 de marzo de 2004, varias bombas explotaron en diversos trenes de las líneas ferroviarias de cercanías de Madrid, causando la muerte de más de 190 personas y más de 1.700 heridos. Las investigaciones policiales no tardaron en descubrir que aquellos atentados terroristas del 11-M habían sido perpetrados por terroristas islamistas. En las elecciones generales que tuvieron lugar tres días después de este trágico suceso, el PP, que obtuvo 148 diputados, fue derrotado por el PSOE (164 actas en el nuevo Congreso). Las siguientes formaciones más votadas fueron Convergència i Unió (10), Esquerra Republicana de Catalunya (8), el Partido Nacionalista Vasco (7) e Izquierda Unida (5). Estos resultados permitieron a los socialistas formar un nuevo gobierno, presidido por Rodríguez Zapatero. Poco después, el 13 de junio, el PSOE volvió a vencer en las urnas, esta vez en las elecciones al Parlamento Europeo. El 22 de mayo de ese mismo año, entre la celebración de ambos comicios, Felipe de Borbón y Grecia, príncipe de Asturias y heredero de la corona española, contrajo matrimonio con Letizia Ortiz Rocasolano. En un referéndum celebrado el 20 de febrero de 2005, algo más del 76% de los votantes dio su aprobación al proyecto de Tratado para el establecimiento de una Constitución para Europa.

En marzo de 2006, ETA declaró, por primera vez, un “alto el fuego permanente”. Sin embargo, tal tregua vio pronto su fin, ya que el 30 de diciembre de ese mismo año, la organización terrorista perpetró un nuevo atentado, en el aeropuerto de Barajas (Madrid), que costó la vida a dos personas. Posteriormente, en junio de 2007, ETA daría por finalizado aquel alto el fuego. Las elecciones generales del 9 de marzo de 2008 significaron un nuevo triunfo del PSOE, que obtuvo 169 escaños, suficientes para que Rodríguez Zapatero continuara al frente del gobierno en la siguiente legislatura. El PP se mantendría, por tanto, en la oposición, pese a que sus 154 diputados mejoraban sus resultados de 2004. El hecho de que entre ambas formaciones aglutinaran 323 de los 350 asientos del Congreso aminoraba el peso del resto de fuerzas políticas, que, en líneas generales, vieron reducidas sus respectivas representaciones parlamentarias.

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